La tecnología de las células madre nos tiene curados de espanto en los últimos años con la generación en el laboratorio de intestinos, pituitarias, retinas humanas y hasta hamburguesas de vacuno listas para su consumo.
La respuesta es: aún no. Los científicos de Viena ni siquiera admiten estar intentando nada parecido. Su intención es construir un sistema modelo del cerebro humano que permita estudiar con una precisión sin precedentes su proceso de desarrollo en el feto, y también los fundamentos de las enfermedades neurológicas. De hecho, en el trabajo que presentan en el artículo principal de Nature no solo demuestran la generación de minicerebros a partir de células madre embrionarias humanas, sino también la de minicerebros enfermos, obtenidos de células madre iPS —o reprogramadas— de pacientes de microcefalia, una dolencia hereditaria que devuelve el cerebro humano al tamaño del de un australopiteco o un chimpancé. Y lo que ocurre en esos organoides ofrece una clave importante de las causas profundas de esa enfermedad.
Aunque Lancaster, Knoblich y sus colegas han tenido que poner a punto muchas condiciones experimentales —medios de cultivo, factores de crecimiento, rotación de los biorreactores—, la verdadera clave de su éxito está en la asombrosa capacidad de autoorganización de las células humanas en desarrollo. En un sentido profundo, las células madre de su experimento han logrado hacer un minicerebro humano porque eso es exactamente lo que hacen durante el desarrollo normal. El truco es engañarlas para que crean que se hallan en su entorno natural, y no en el tubo de ensayo en el que están.
La idea de cultivar cerebros a partir de células madre no es una genialidad de los investigadores de Viena, sino que ha ido cristalizando gradualmente durante el último lustro. Ya en 2008 otros laboratorios mostraron, trabajando con células madre de ratón, que las células madre embrionarias maduradas en placas de cultivo eran capaces de generar por sí solas una serie de ondas de neuronas, en un proceso similar al que ocurre durante el desarrollo del córtex cerebral de los mamíferos. Trabajos posteriores obtuvieron evidencias de que las células madre podían agregarse en suspensión y autoorganizarse en estratos concéntricos similares a las seis capas que forman el córtex humano, la arrugada y fea estructura más exterior del cerebro que fue premonitoriamente descrita por Cajal y constituye la sede de nuestra mente.
Pero los científicos de Viena han ido ahora mucho más allá. Sus organoides cerebrales crecen ordenadamente hasta alcanzar los cuatro milímetros de diámetro —subir de ahí no es posible sin un sistema circulatorio que alimente de oxígeno al tejido— y pueden mantenerse en un reactor de forma aparentemente indefinida: 10 meses por ahora, pero quién sabe cuánto más. Los organoides presentan una cavidad interna similar a los ventrículos del cerebro que transportan el fluido cerebroespinal, y también estructuras similares a los plexos coroideos que generan ese fluido. Los tejidos que rodean ese ventrículo parecen diferenciarse, según todas las evidencias anatómicas y moleculares, en las distintas áreas anteriores, medias y posteriores típicas del cerebro normal en desarrollo.
Casi todo lo que se sabe sobre la biología humana se ha inferido investigando sistemas modelo mucho más accesibles a la experimentación, como levaduras, gusanos, moscas y ratones. Una de las mayores sorpresas que ha deparado la genómica contemporánea, por ejemplo, es que la lista de genes de los ratones y los humanos son virtualmente idénticas. Si en algo nos distinguimos de un ratón, sin embargo, es precisamente en el tamaño del córtex cerebral, y este es uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el estudio de los fundamentos biológicos de las enfermedades neurológicas.
Un buen ejemplo es la microcefalia, una enfermedad genética —o un conjunto de ellas, puesto que se conocen mutaciones en cinco genes distintos que conducen a esta malformación— que devuelve el cerebro humano al tamaño del de un australopiteco: en cierto sentido, una regresión evolutiva a los bosques africanos de hace cuatro millones de años.
Otro de los chocantes logros de Lancaster y sus colegas es que, partiendo de células madre reprogramadas a partir de células de pacientes de microcefalia, han conseguido desarrollar organoides cerebrales que pueden suplir esa carencia y funcionar como modelos de esa malformación. Según sus datos, la microcefalia se debe a que las células precursoras de las neuronas se diferencian demasiado pronto como neuronas propiamente dichas, en lugar de seguir proliferando para multiplicar exponencialmente el tamaño del córtex. Es solo el principio de lo que promete convertirse en una línea de investigación radicalmente nueva.
¿Puede crearse una mente en el tubo de ensayo? La respuesta es que todavía no. Pero el énfasis parece estar hoy en la palabra todavía.
Fuente e imagen: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/08/28/actualidad/1377706562_874144.html
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